viernes, 18 de marzo de 2016

El lápiz mágico

-Por J. Davalillo

Aún recuerdo claramente:

Era en noviembre cuando me llevó, casi a empujones, a aquella escuela. «Tienes que ser un gran pintor, como tu abuelo», decía, casi diariamente, desde que tengo memoria.

Yo jamás había trazado una línea que pudiera cumplir con parámetro estético alguno. A decir verdad, no me interesaba. Pero mi padre siempre fue un hombre intransigente y autoritario.

Al llegar, contemplé aquella escuela, mi nueva cárcel. Entramos a un salón de iluminación dudosa, donde nos recibió una señora que parecía sacada de un cuento de brujas. Mi reacción fue esconderme detrás de las piernas de mi padre.
—Bienvenido—dijo mientras sonreía. Papá se apartó y me empujó obligándome a dar un paso al frente. Ella me tomó cariñosamente de la mano y me llevó al último caballete disponible.
—Este será el tuyo—sentenció.

—Soy la señorita Diana. En esta clase aprenderemos a dibujar—. Dadas las instrucciones pertinentes, la profesora nos pidió elaborar un dibujo libre, para hacer un “diagnóstico” de nuestras habilidades.
Los resultados fueron los esperados. Mi dibujo era ridículamente horroroso. Para evitarme la vergüenza frente a mis compañeros, me sumergí en mis pensamientos, cavilando la manera de decirle a mi padre que aquel no era mi lugar.

En eso estaba cuando noté que, en el patio, había un hombre de apariencia no menos extraña que la de mi profesora. Entonces ella pronunció aquellas palabras tan perfectas—Niños, terminamos. Hasta la próxima semana—.
Feliz, salí y me senté en un banco del patio a esperar a que papá viniera a por mí.
En ese instante, se sentó junto a mi aquel extraño profesor y dijo:—No lo haces bien—
—Lo sé—respondí.
—No entiendes. No sabes enfocar—sacó de su maletín un lápiz y me lo entregó.—Este te ayudará. Necesitas sentir antes de hacer—y sin más, se fue.
La verdad, no entendí. Guardé el lápiz y en unos minutos iba de camino a casa.

No di mayor detalle a las preguntas de papá. Resopndí con monosílabos.—Ya te gustará—dijo mientras yo subía las escaleras hacia mi cuarto.

Dejé de pensar en el asunto hasta que, el siguiente jueves, papá, con una emoción infantil, preguntó—¿Listo para dibujar?—.¡Dios! Lo había olvidado. Arrastrando los pies busqué mi mochila para volver a prisión.
Apenas entrar al aula, note una mesa dispuesta con botellas.
—Dibujen las botellas—dijo la profesora. Con desgana abrí la mochila y vi dentro el curioso lápiz. Era tornasolado y, cuando la luz lo tocaba en un ángulo específico, tomaba un tono azul que me encantaba.

Lo saqué y comencé.
Mi sorpresa fue cuando noté que mi mano era independiente y se movía con una soltura inimaginable. ¿Qué estaba pasando? Al ver mi dibujo terminado, la profesora me miró atónita. Al parecer, la técnica de claroscuro utilizada de esa manera, daba cierta sensación de tristeza y desánimo. “Perfecto”, fue la palabra que utilizó para felicitarme. Yo, completamente confundido. Y así permanecí durante una semana, puesto que decidí no tocar el lápiz fuera del salón.

El siguiente jueves, tomé el grafito con curiosidad y al terminar, la apreciación de la profesora sobre mi obra describía exactamente lo que yo sentía.
Eso ocurrió semana tras semana y aquel singular instrumento, extrañamente, seguía sin desgastarse. Al final fui el mejor de la clase.

Con los años y la complicidad de mi lápiz mágico, terminé interesándome por el dibujo. Me convertí en un excelente retratista. Tomé por costumbre pasear por la plaza los domingos y un día, presencié una escena que se me antojó hermosa. Una madre amamantando a su bebé. La ternura del momento era interminable y decidí que tenía que dibujarlo. Los miré bien tratando de memorizar cuanto podía. Al retirarme, justo en la entrada de la plaza, estaba aquel curioso profesor, al cual no veía desde que me entregó el lápiz. Posó su mano sobre mi hombro, sonrió y dijo—ya entendiste—y se fue.

Al llegar a mi pequeño taller, busqué el lápiz, pero ahora este aparecía completamente desgastado. Tanto que era imposible sostenerlo. Pensé que todo había terminado para mí. Entonces recordé: «Necesitas sentir antes de hacer». Y sentía poderosamente la ternura de aquella mujer velando por la vida de su indefensa criatura. Tomé un lápiz corriente y comencé a hacer trazos. Así dibujé el cuadro más hermoso y emotivo que he podido hacer en mi vida.
El arte, en cualquiera de sus manifestaciones, es un milagro.
Milagro que reside dentro de nosotros y se despierta desde nuestro entorno. Sólo debemos aprender a vivir, a amar…

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