viernes, 18 de marzo de 2016

Traición 2.0

-Por J. Davalillo

El reloj en el vestíbulo del hotel marcaba las dos y veintitrés de la tarde cuando él entró apresuradamente.

Gabriel necesitó unos segundos para recuperar el aliento después de aquella carrera. Vestía un traje gris y llevaba consigo un maletín. Se acercó a la recepción del hotel y pidió una habitación, preferiblemente, en el quinto piso. La chica de turno entrecerró los ojos intentando comprender pero no podía y fue entonces cuando Gabriel cayó en cuenta que había estado hablando en español.

La mejor inversión de esa semana había sido aquel diccionario Francés – Español comprado en el aeropuerto Beauvais Tillé, apenas arribar al país. Lo sacó de su bolso y repitió la solicitud en un francés bastante deficiente. La recepcionista, ahora con una sonrisa, chequeó en el ordenador para verificar la disponibilidad de habitaciones y efectivamente, había algunas disponibles en el quinto piso. El pago fue hecho en efectivo. —Disfrute su estancia en nuestro hotel—dijo ella lentamente para que él le comprendiera.

El caballero se dirigió al ascensor y marcó el número cinco. Era la única persona dentro, así que lo detuvo por un momento. Sudaba frío; jamás habría pensado en una acción como la que tenía en mente. Era un hacker de computadoras pero... ¿Un asesino?

Sin embargo, la rabia lo cegaba. Había hackeado el email de su esposa en vista de unas actitudes sumamente inusuales en los últimos meses y, para su sorpresa, se encontró con correspondencias románticas con un tal jacobodf@webmail.com. Investigó aquella dirección de correo, pero los datos eran ficticios. Lo único real de aquellas conversaciones eran las horas y los lugares en los que se convenían los encuentros furtivos. De modo que esta vez decidió seguirla puesto que esa convención de modas en Francia ya no era una coartada creíble para él.

Sus habilidades informáticas le habían permitido conocer el lugar exacto y la cantidad de días que su mujer había dispuesto para su aventura. Por esta razón terminó Gabriel instalando una cámara en la rejilla del ascensor de un Hotel en la comunidad de Tillé a unos 80 Kilómetros al norte de París.

Puesta la cámara inalámbrica, se dirigió al cuarto a terminar de instalar su cuartel general. Sacó del maletín un ordenador portátil, una botella de vodka y una Beretta 92fs con silenciador que había conseguido clandestinamente esa misma mañana.
Tres y diez post merídiem; tenía tiempo. Salió al pasillo y chequeó las posibles vías de escape. Escaleras, salidas de emergencia, escaleras de incendios, la ventana de la habitación,… ¡Todo!

Había rentado un coche para evitar contratiempos en la fuga. Planeó cada paso cuidadosamente durante la tarde mientras observaba en el monitor de su laptop el ir y venir de la gente en el ascensor. Bebía lentamente pues no quería que los efectos etílicos entorpecieran sus intenciones. Repasó mentalmente la operación una y otra vez. Ellos estarían en la alcoba 5-F a tres puertas de la suya. Entraría por la fuerza, los sorprendería y vaciaría el peine en sus cuerpos, luego huiría del lugar. Era perfecto.

Cayó la noche cuando la imagen de su mujer apareció en la pantalla de la máquina seguida por un caballero que llevaba puesta una gorra plana. Las puertas se cerraron y el elevador quedó únicamente con aquella pareja dentro. Se fundieron en un beso cargado de lujuria que dejó caer al suelo la gorra del individuo. La sangre de Gabriel se heló al verle la cara. No podía ser. ¿Por qué?... Tuvo que mirar el monitor varías veces deseando estar equivocado pero no. Era él. Era su hermano. Las lágrimas no dejaban de desparramarse sobre el teclado. La rabia, la traición, la decepción, todo aquello haciendo un amasijo de emociones que lo destrozó. Definitivamente era algo que no tenía previsto. Su mente se debatía entre los celos y su sangre. Tomó el arma y salió con paso decidido al pasillo. Las puertas del ascensor se abrieron en el quinto piso. Solo un disparo se accionó en aquella pistola. Gabriel cayó sin vida frente a la pareja cuando la bala atravesó su sien.

La culpa y la vergüenza de estos infieles será un fantasma que no los abandonará jamás…

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El lápiz mágico

-Por J. Davalillo

Aún recuerdo claramente:

Era en noviembre cuando me llevó, casi a empujones, a aquella escuela. «Tienes que ser un gran pintor, como tu abuelo», decía, casi diariamente, desde que tengo memoria.

Yo jamás había trazado una línea que pudiera cumplir con parámetro estético alguno. A decir verdad, no me interesaba. Pero mi padre siempre fue un hombre intransigente y autoritario.

Al llegar, contemplé aquella escuela, mi nueva cárcel. Entramos a un salón de iluminación dudosa, donde nos recibió una señora que parecía sacada de un cuento de brujas. Mi reacción fue esconderme detrás de las piernas de mi padre.
—Bienvenido—dijo mientras sonreía. Papá se apartó y me empujó obligándome a dar un paso al frente. Ella me tomó cariñosamente de la mano y me llevó al último caballete disponible.
—Este será el tuyo—sentenció.

—Soy la señorita Diana. En esta clase aprenderemos a dibujar—. Dadas las instrucciones pertinentes, la profesora nos pidió elaborar un dibujo libre, para hacer un “diagnóstico” de nuestras habilidades.
Los resultados fueron los esperados. Mi dibujo era ridículamente horroroso. Para evitarme la vergüenza frente a mis compañeros, me sumergí en mis pensamientos, cavilando la manera de decirle a mi padre que aquel no era mi lugar.

En eso estaba cuando noté que, en el patio, había un hombre de apariencia no menos extraña que la de mi profesora. Entonces ella pronunció aquellas palabras tan perfectas—Niños, terminamos. Hasta la próxima semana—.
Feliz, salí y me senté en un banco del patio a esperar a que papá viniera a por mí.
En ese instante, se sentó junto a mi aquel extraño profesor y dijo:—No lo haces bien—
—Lo sé—respondí.
—No entiendes. No sabes enfocar—sacó de su maletín un lápiz y me lo entregó.—Este te ayudará. Necesitas sentir antes de hacer—y sin más, se fue.
La verdad, no entendí. Guardé el lápiz y en unos minutos iba de camino a casa.

No di mayor detalle a las preguntas de papá. Resopndí con monosílabos.—Ya te gustará—dijo mientras yo subía las escaleras hacia mi cuarto.

Dejé de pensar en el asunto hasta que, el siguiente jueves, papá, con una emoción infantil, preguntó—¿Listo para dibujar?—.¡Dios! Lo había olvidado. Arrastrando los pies busqué mi mochila para volver a prisión.
Apenas entrar al aula, note una mesa dispuesta con botellas.
—Dibujen las botellas—dijo la profesora. Con desgana abrí la mochila y vi dentro el curioso lápiz. Era tornasolado y, cuando la luz lo tocaba en un ángulo específico, tomaba un tono azul que me encantaba.

Lo saqué y comencé.
Mi sorpresa fue cuando noté que mi mano era independiente y se movía con una soltura inimaginable. ¿Qué estaba pasando? Al ver mi dibujo terminado, la profesora me miró atónita. Al parecer, la técnica de claroscuro utilizada de esa manera, daba cierta sensación de tristeza y desánimo. “Perfecto”, fue la palabra que utilizó para felicitarme. Yo, completamente confundido. Y así permanecí durante una semana, puesto que decidí no tocar el lápiz fuera del salón.

El siguiente jueves, tomé el grafito con curiosidad y al terminar, la apreciación de la profesora sobre mi obra describía exactamente lo que yo sentía.
Eso ocurrió semana tras semana y aquel singular instrumento, extrañamente, seguía sin desgastarse. Al final fui el mejor de la clase.

Con los años y la complicidad de mi lápiz mágico, terminé interesándome por el dibujo. Me convertí en un excelente retratista. Tomé por costumbre pasear por la plaza los domingos y un día, presencié una escena que se me antojó hermosa. Una madre amamantando a su bebé. La ternura del momento era interminable y decidí que tenía que dibujarlo. Los miré bien tratando de memorizar cuanto podía. Al retirarme, justo en la entrada de la plaza, estaba aquel curioso profesor, al cual no veía desde que me entregó el lápiz. Posó su mano sobre mi hombro, sonrió y dijo—ya entendiste—y se fue.

Al llegar a mi pequeño taller, busqué el lápiz, pero ahora este aparecía completamente desgastado. Tanto que era imposible sostenerlo. Pensé que todo había terminado para mí. Entonces recordé: «Necesitas sentir antes de hacer». Y sentía poderosamente la ternura de aquella mujer velando por la vida de su indefensa criatura. Tomé un lápiz corriente y comencé a hacer trazos. Así dibujé el cuadro más hermoso y emotivo que he podido hacer en mi vida.
El arte, en cualquiera de sus manifestaciones, es un milagro.
Milagro que reside dentro de nosotros y se despierta desde nuestro entorno. Sólo debemos aprender a vivir, a amar…

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