-Por J. Davalillo
El anciano encontró la llave en aquella gastada mesa de noche que hacía ya varios años había confinado al viejo ático de una casa que le duplicaba la edad. Luego de haber quedado viudo decidió apartar de su vista todo aquello que pudiera traerle recuerdos dolorosos, sin embargo, no tuvo nunca el coraje de deshacerse completamente de ningún objeto. Era un día gris y la lluvia permanecía inclemente desde la madrugada, por lo que don Miguel optó por no salir de casa ese martes. El clima y la soledad fueron los embajadores de la nostalgia que ocupaba el corazón de la casa y de su residente, lo que le llevó a ascender los peldaños de aquella polvorienta escalera. Así comenzó el inventario de recuerdos que llevaron a don Miguel a un paseo por el tiempo. Sentado en un viejo sillón comenzó a deslizar la llave entre sus manos, contemplándola ansiosamente una y otra vez con una mirada de complicidad, como a una amiga que guardaba un gran secreto. Al fondo del ático, una puerta sellada con una cadena y un candado, lucía adornada por el costado derecho con una flor marchita dentro de un florero que ocultaba sus trazos artísticos debajo de una gruesa capa de tierra y moho. La lúgubre escena era una antesala coherente a lo que seguiría a continuación. Don Miguel respiró profundamente antes de incorporarse para dirigirse a la puerta que tenía en frente, dispuesto a liberarla de la cadena que hacía tantos años custodiaba el interior del solitario recinto dentro del ático. Tomó la llave, la introdujo en la cerradura del candado y activó el mecanismo oxidado del mismo para abrirlo. Rechinaron los engranajes y le tomó dos intentos para que el cerrojo cediera y poder retirar las cadenas que sellaban el acceso. Casi se podían escuchar los latidos de un corazón recrecido en el pecho de aquel hombre de ochenta y seis años. Empujó la puerta y el quejido de las bisagras vino acompañado de las lágrimas del hombre. La puerta, completamente abierta, le permitió contemplarla de nuevo. No la veía desde la noche en la que había profanado la tumba de su difunta esposa y robado su cuerpo en un arrebato de desesperación y locura. Sentada sobre un mueble con el vestido color escarlata que tanto le gustaba permanecía la osamenta de quien alguna vez fuera su esposa. Cerró la puerta tras de sí colocando por dentro la vieja cadena, asegurándola con el candado y guardando la llave en el bolsillo de su camisa. Acto seguido, con pasos torpes y respiración entrecortada se fue acercando a la calavera. Se arrodilló frente al cadáver, tomó sus manos, las besó y dijo: «Ya está vieja… Por fin». Él presentía que sucedería ese día, por no decir que lo deseaba. Lo había estado esperando por más de veinticinco años, pero nunca tuvo el valor de adelantar los acontecimientos. Por su mente pasaron todos aquellos momentos que vivió durante un matrimonio que, aunque no le trajo descendencia, estuvo lleno de amor. Reviviendo la película de su vida permaneció de rodillas con la cabeza enterrada en lo que antaño constituyera la cadera de su mujer, respirando polvo y muerte. Transcurrieron poco más de veinte minutos de memorias hasta que el vetusto corazón de don Miguel cesó de latir y su espíritu solitario comenzó a descansar.